Comentario
Los ataques continuos de árabes, búlgaros y eslavos pusieron a prueba la capacidad de resistencia de un imperio reducido en su extensión pero más homogéneo, debilitado pero capaz de poner a punto un régimen administrativo y más relaciones entre sociedad y poder más eficaces. Aquellos tiempos difíciles fueron el crisol donde se formó un país distinto, en el que ha desaparecido ya todo elemento transicional con respecto a la Antigüedad. Heraclio había dado mayor estabilidad a la transmisión del título imperial al designar co-emperador en vida, lo que permitió la creación de una dinastía que duró hasta el año 711 en la que se sucedieron cuatro generaciones de heraclidas: Constantino III, Constante II (641-668), Constantino IV (668-685) y Justiniano II (685-695 y 705-711). La inestabilidad creció desde el año 695 debido a sublevaciones militares que daban origen a emperadores efímeros como Tiberio II (696-705), Bardanes (711-713), Artemio (713-715) y Teodosio III (715-717). El acceso al trono del estratega de Anatolia, León el Isáurico (717-741) marcó el comienzo de una nueva dinastía.
Heraclio consideró imposible reaccionar ante las conquistas árabes después de las derrotas de Adinadeyn y Yarmuk y de la pérdida de Jerusalén y Damasco, y abandonó Palestina y Siria para concentrarse en la defensa de Anatolia, protegida por la cadena montañosa del Taurus. Tampoco tuvo éxito la contraofensiva de su nieto Constante II en el año 644 para reconquistar Alejandría y expulsar a los árabes de Egipto, donde habían contado con fuertes ayudas de los monofisitas. Los árabes ocuparon buena parte de Armenia en el 653 y, contando ya con barcos egipcios y sirios, llegaron a tomar Chipre y Rodas y a vencer en el mar a los griegos (año 655) poco antes de la querella interna que enfrentó a Ali y a Mu'awiya: Constante II encontró en ella un alivio inesperado pero no intentó volver sobre las tierras perdidas frente a los árabes, lo que es muy significativo, sino que aprovechó las circunstancias para intentar la recuperación de Macedonia, desde donde deportó en el año 658 muchos eslavos a Anatolia, iniciando una práctica que se repetiría en los siglos VIII y IX, y para asegurar sus dominios en el Mediterráneo occidental africano e italiano y en la costa dálmata del Adriático que, a pesar de las invasiones eslavas, seguiría siendo bizantina hasta el siglo X, a través de diversos avatares, y se organizó como tbema desde el año 870. Después de viajar a Nápoles y Roma, el emperador murió en Siracusa.
Su hijo Constantino IV hubo de hacer frente a la segunda oleada de expansión árabe, bajo la dinastía omeya, y a nuevas situaciones de peligro en los Balcanes. En el primer aspecto, los árabes intentaron la entrada en Anatolia e incluso el asalto a Constantinopla por vía marítima, después de tomar la isla de Chio y la península de Cízico, cutre los años 674 y 678 pero los griegos consiguieron conjurar ambos peligros, en el caso de la defensa de su capital apelando al uso del recientemente descubierto fuego griego, que les permitió incendiar los barcos enemigos. El cese de los ataques árabes desde 678 y el equilibrio logrado con ellos en zonas disputadas como Chipre y Armenia, permitió concentrar la atención en el otro gran escenario donde se jugaba la supervivencia imperial, el de los Balcanes.
El alejamiento de los ávaros era ya definitivo a finales del siglo VII, así como su sedentarización en Panonia y regiones adyacentes pero nuevos e igualmente peligrosos vecinos habían venido a sucederlos en la persona de los búlgaros, pueblo de raza turca que se había establecido, en gran parte, sobre el curso del bajo Danubio a principios del siglo VII, primero bajo dominio de los ávaros y luego, en época del jan Kuvrat, independientes: la llegada de otro pueblo nómada, los jácaros, los obligó a un nuevo desplazamiento, primero a las tierras de la desembocadura del Danubio, hacia el año 670, y luego, tras vencer la resistencia bizantina, a las situadas entre el río y los Balcanes, en la antigua provincia de Mesia, bajo el mando del jan Asparuch, donde se mezclaron con poblaciones eslavas. Se formó así un nuevo poder búlgaro-eslavo que Bizancio hubo de reconocer, e incluso pagarle tributo para mantenerlo como aliado: el jan Tervel obtuvo en el año 705 el título de César, máxima concesión posible para integrar en el espacio político bizantino a aquel Estado búlgaro que tenía su capital en Pliska y organizaba poblaciones heterogéneas pues a los búlgaros mismos se unían numerosos eslavos y válacos de origen latino.
Más allá del Danubio, en el vasto territorio situado al Norte de los mares Negro y Caspio se había asentado desde finales del siglo VII el pueblo, también de estirpe turca, de los jázaros, sobre todo en el bajo valle del Volga. Los jázaros organizaron políticamente un espacio amplísimo hasta su sustitución por pechenegos y rusos, entre los ríos Don y Ural, el Cáucaso, al Sur y los bosques de la taiga, era un ámbito intermedio entre los mundos bizantino e islámico, entre el Mar Negro y el Asia Central, y, como dominadores suyos, los jázaros obtuvieron ventajas apreciables, unas de tipo mercantil y urbano, con el desarrollo de ciudades como Itil, cerca de Astrakán, Samandar, junto al Caspio o Sarkel, sobre el Don. Otras políticas, pues fueron un poder estable durante cerca de tres siglos, dominado por una diarquía (jagán y beg) de modo que su presencia tuvo efectos mucho mayores que la de otros pueblos de origen nómada y alcanzó a pueblos caucásicos, iranios y ugrofineses asentados en el territorio. Los jázaros, que respetaron el ejercicio del cristianismo y el Islam, se convertirían en masa al judaísmo a finales del siglo VIII, lo que es un caso histórico singular, y mantuvieron generalmente buenas relaciones con Constantinopla.
Para los emperadores, lo más penoso era aceptar la presencia independiente de eslavos en los Balcanes, a los que consideraban, junto con Anatolia, el fundamento territorial de Bizancio, pero estaban dispuestos a combinar la sumisión por las armas con la asimilación cultural y étnica. Sin embargo, de momento no contaban con medios para emprender acciones decisivas: treinta años transcurren entre la gran campaña del 658 y la de 688-689, que tuvo como objetivo el territorio de Tesalónica y se saldó con nuevas deportaciones de eslavos a Asia Menor y Bitinia como soldados-colonos: algunos pasarían a territorio islámico después de la ofensiva árabe de los años 691-692.
Los años finales del siglo VII y primeros del VIII fueron, de nuevo, muy difíciles: el usurpador Tiberio II perdió Cartago y el exarcado de África a partir del año 697. Búlgaros y jázaros mediatizaron la vuelta al trono de Justiniano II y los efímeros mandatos de sus sucesores, y las defensas de Constantinopla se debilitaron hasta el extremo de que los califas de Damasco la sometieron a un asedio prolongado en los años 717 y 718: el prestigio del nuevo emperador, León el Isáurico, se cimentó en la liberación de la capital, que puede considerarse como un símbolo, pues los árabes no volverían contra ella y, en los años siguientes, sus incursiones en Asia Menor fueron perdiendo fuerza hasta que León consiguió derrotarlos en la batalla de Akroinon (740), en Frigia, que marcó un límite a la primera expansión islámica comparable al fijado por la de Poitiers en Occidente algunos años antes, y permitió estabilizar la frontera del Imperio desde Cilicia, a lo largo de la cordillera del Taurus, hasta el Cáucaso.